FERSMAN VISITA LA QUINTA (relato)



FERSMAN VISITA LA QUINTA (relato)

“Mi abuelo no podrá asistir a la apertura oficial de la Quinta de Torre Arias. Falleció hace unos meses y no verá cumplido su deseo de pasear otra vez por sus caminos y beber de sus manantiales centenarios. 

Según escribo estas líneas, contemplo una concha antiquísima que me dejó con su escritorio, silla favorita y libros de geología. Verla me recuerda nuestros paseos por el barrio y las historias que me contaba sobre lo que pasó aquí durante la Guerra Civil. 

No era más que un chaval y solía acompañar a Don Abelardo, a quien hacía recados y llevaba los bultos ya que el viejo era cojo y no podía con el peso. Al llegar el General Miaja a la Quinta de Torre Arias habían huido los aristócratas, dejando solamente un par de mozos que se encargasen de alimentar a los animales.

El General mandó poner guardia en todas las puertas y que no se sacara del recinto ni un alfiler sin su permiso. Llamaron a Don Abelardo, que tenía buena letra y sabía hacer cuentas, y el militar le nombró Factor de la Quinta, ordenándole preparar un inventario exhaustivo de lo que allí había y llevar un estricto control escrito de todo lo que entraba y salía de la finca. 

El abuelo pasó semanas ayudando a Don Abelardo a hacer listas de todos los animales, de los sacos de piensos, montones de heno, minerales molidos y paja para cubrir los suelos de los establos, utensilios para ordeñar y hacer queso, herramientas, aperos equinos, de las ollas, cuberterías y vajillas que había en las cocinas y otras dependencias, muebles dentro de los edificios y un sinfín de objetos dentro del palacio. La biblioteca no parecía tener ningún inventario propio y, al ver que tardarían meses en dar cuenta de todo, optaron por cerrar la puerta con llave e informar al General que esta se encontraba a disposición en el despacho del Factor. 

El asedio de Madrid duró mucho y escaseaban cada vez más los víveres, a pesar de poder disponer de los animales y del huerto de la Quinta, pero se llevó el inventario a rajatabla hasta el último día. Finalmente, cuando evacuaron a las últimas tropas, Don Abelardo había enfermado y mi abuelo se quedó solo en la finca con los mozos de las cuadras. Seguía siendo un chaval, aunque con un par de años más, a quien la pelusilla del bigote empezaba a asomar en el labio superior. 

Los soldados rebeldes, rebautizados 'Nacionales' irrumpieron en la finca por la puerta principal en la Carretera de Aragón y subieron con un camión al patio del palacio donde procedieron a sacar muebles y objetos del palacio y a quemar papeles en una fogata que hicieron. Con paso firme, el abuelo salió del despacho del factor, cruzó el patio y se dirigió al oficial de más rango. 

"Señor, como ayudante del Factor, es mi deber hacerle entrega del inventario y el libro mayor puestos al día." Sorprendido, el oficial tomó los libros y hojeó las páginas minuciosamente rellenas en la pulcra letra de Don Abelardo, aunque al final había algún apunte hecho por mi abuelo en los últimos días cuando el viejo había faltado. De repente el militar echó los libros encima de la fogata y le espetó "¡Inventario! ¡Lárgate de aquí mocoso rojo antes de que te pegue un tiro!"  Giró y siguió supervisando el saqueo del palacio. 


El año pasado, paseábamos por la calle Alcalá y nos detuvimos ante el portón donde entraron los soldados hace décadas. Habían talado muchos árboles y desbrozado ingentes cantidades de malezas que habían crecido durante el declive y abandono de la finca. El abuelo quedó absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en un enorme cardo que se erguía cerca del camino de entrada. 

"Alejandro", me dijo, "¿Ves ese cardo?".  Me empezó a contar que en ese mismo lugar, ante lo que probablemente era ancestro de ese mismo cardo que había crecido y dejado caer su semilla allí, acompañado de los mozos de la Quinta, recibieron una lección magistral del famoso geoquímico ruso Aleksandr Fersman. 

Fersman llegó a la ciudad asediada de Madrid para inspeccionar la maravillosa colección de fósiles que se guardaba en la biblioteca del Palacio de la Quinta de Torre Arias. Le correspondió al abuelo buscar la llave y acompañarle en la visita. Don Aleksandr pasó unas horas examinando los cajones y vitrinas de minerales y fósiles, tomando notas en una extraña caligrafía extranjera.

Terminado la visita, Don Aleksandr se detuvo en el camino antes de llegar a la salida para admirar un cardo que le llegaba al hombro, totalmente reseco y apergaminado, con hojas pálidas que parecían alas de murciélago. El geólogo habló largo rato de la maravilla de los elementos minerales y de los misterios de la genética de las plantas; de como una semilla caída al suelo tenía toda la información para establecer una auténtica fábrica química y de construcción. El hierro la permitía hacer fotosíntesis, energía del sol para que la planta pudiera seguir construyendo ese rascacielos, esa torre con sus contrafuertes y columnas, todo hecha de sílice, con elementos que el cardo saca del aire y de la arena del suelo, generación tras generación. 

El ruso hurgó en los bolsillos de la americana y sacó una concha. Dijo que cuando los minerales no están dentro de las plantas o los animales, la erosión los lleva por los ríos hasta el fondo del mar donde las criaturas marinas los usan para formar sus conchas, como el amonites, un molusco extinguido hace millones de años. "¡Toma camarada!" le dijo a mi abuelo, ofreciéndole la concha fosilizada. "Cuídala bien. Me la dio Neruda en el Café Gijón hace un par de días. Es de su tierra, Chile." 


Y mientras el abuelo y yo contemplábamos el cardo maravilloso, pasó un jardinero delante de nosotros, lo segó, lo dobló en tres trozos y lo metió en un saco de basura.”

 APW. 25 de noviembre 2016.

Agradecimientos a Adrian Woods por escarbar en el pasado, presente y futuro de "la Quinta"

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